JUAN CARLOS GIRAUTA
Llegó la nueva y esperada coproducción, con aval socialista, copyright de extrema izquierda levantisca, digo levantina, y surtido de figurantes: okupas, antisistema, neocomunistas, indignados, separatistas, escarbatumbas, sindicalistas y maestros a punto de baja por depresión. «Primavera valenciana» es el título. O etiqueta, porque la obra llega con todo su merchandising, y se estrena en las mejores calles de las principales ciudades españolas, incluyendo cine fórum performativo ante las sedes del Partido Popular. Un título oportunista, sí, pero el marketing manda. No está claro si en esta primavera a incendiar se compara a Rajoy con Ben Alí, con Mubarak, con Gadafi o con El Assad, pero los parangones no son halagüeños: todos tiranuelos más o menos carniceros, depuestos o a punto de caramelo, carne de juicio sumario o ejecución sumarísima.
Qué cosas tiene la vida. Vayan a contarles a los primaveras que agitan su relato revolucionario para hostigar al partido del gobierno que la formación política tunecina de Ben Alí -Agrupación Constitucional Democrática- fue hermana del PSOE en la Internacional Socialista, y que su expulsión es posterior a las revueltas árabes. Y que lo mismo puede decirse del egipcio Partido Nacional Democrático de Hosni Mubarak. Y que el libio Muamar el Gadafi no sólo fue socialista y respaldó ampliamente en los años setenta a múltiples correligionarios occidentales, sino que, tal como ha explicado este diario, tuvo a Felipe González como «único líder occidental» merecedor de su confianza; hasta el final.
En cuanto al Partido Baath Árabe Socialista, al que pertenece el déspota sirio El Assad y perteneció el iraquí Sadam Hussein, fue observador de la Internacional Socialista, a cuya vicepresidencia accedió en 1976 Felipe González y que había resultado decisiva en la toma del control del PSOE en Suresnes.
Así que, en principio, quienes deberían erizarse ante cualquier analogía revolucionaria primaveral son los socialistas españoles, que tantos dictadores conmilitones árabes han visto caer. Pero la agit-prop hace milagros, sobre todo en un entorno analfabetizado que, por mucho que se sumara al oxímoron de la memoria histórica, ni conoce la historia ni ejercita la memoria. Lo que la izquierda ha perdido en las urnas con estrépito, piensa recuperarlo en la calle semana a semana, mes a mes. Esa calle no es ágora para el debate sino escenario de ruido y furia, consigna e injuria. Acoge una mentira formidable armada con centenares de verdades parciales, esos vídeos provocados y tomados con móviles, hoy convertidos en tesis con la inestimable ayuda de una televisión pública que va a hacerle la cama al gobierno de España. Cuando Aznar ganó por los pelos las elecciones generales de 1996, tras minuciosa patrimonialización felipista del poder, se despertó un nervio dormido de nuestra izquierda: la negación a la derecha democrática de su legitimidad para gobernar. Por fortuna, los años treinta quedaban lejos, pero el ínterin no estuvo exento de conspiraciones, padrinazgos mediáticos para echar a Aznar de la pista y tentaciones a alguno de sus hombres para que le traicionara. El PP contaba en el Congreso con mayoría simple y su mandato se previó breve. Sin embargo, no sólo lo agotó sino que lo renovó en 2000 con mayoría absoluta. Aquel PSOE recuerda al actual: derrotado sin paliativos, dividido, desmoralizado y desorientado ideológicamente. Almunia tuvo el gesto que no ha tenido Rubalcaba: dimitió. Tan perdido tenía que estar el PSOE que el ignoto diputado Zapatero devino su secretario general. Tomó aliento y, en 2002, se echo a la calle, para no abandonarla hasta la jornada de reflexión del 13 de marzo de 2004. Ocho años después, el PSOE reedita estrategia. Ojo
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