miércoles, 18 de agosto de 2010

Libro: la luz artificial en la pintura moderna

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La luz artificial en la Pintura Moderna
De la Ilustración a las Vanguardias
Carlos Reyero

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Fotografía de portada: Giacomo Balla, Luz de la calle
Edita Ediciones Nobel
187 páginas, con abundantes fotografías y créditos fotográficos al final
1ª edición, 2002
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Antes de que me vaya por los cerros de Úbeda tengo que decir que este libro es muy interesante para aquellas personas que les guste profundizar en temas de arte y para los que no también pues hay una gran variedad de imágenes de cuadros, algunos muy conocidos, otros no. .
No me acuerdo cuándo lo compré, pero cuando lo cogí para leerlo, ya le iba tocando su turno, tenía cierta prevención por si me aparecían gráficos de frecuencias visbles e invisibles de la luz, y lo mismo con los colores.
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Nada de eso, sólo pintura. ¡Sólo pintura!
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Carlos Reyero empieza el libro como deber ser, con la creación de la luz, que nos viene contada en el Génesis.
La primera intervención creadora de Dios consistió en la creación de la luz. En los orígenes del mundo , cuando "la tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo dijo Dios: "Haya luz"; y hubo luz. Y vio Dios ser buena la luz y la separó de las tinieblas; y a la luz llamó día, y a las tinieblas noche".
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Por lo tanto, la luz está presente desde el principio de todos los relatos sobre el origen del universo. No debe resultar extraño, pues, que sean tantos los significados asociados al carácter primigenio y clarificador de la palabra luz en el lenguaje cotidiano: luz de la razón, arrojar luz, a todas luces, dar a luz, sacar a la luz, ser la luz, ver la luz... Son casi infinitas, como consecuencia, las capacidades metafóricas del término en la literatura y el arte, más allá de su misma existencia como fenómeno físico, por lo que su evocación o representación encierra múltiples sugerencias expresivas.
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Desde las culturas más antiguas, el control de la luz ha supuesto un tesoro preciado. Más allá de la interpretación mítica, desde la Prehistoria al siglo XIX, el fuego -es decir, la luz que produce la combustión de un producto gracias al oxígeno- ha constituido el medio habitual de iluminación.
Luego fueron dándose paso relativamente pequeños ante lo que significó la aplicación de la electricidad a la iluminación a finales de siglo XIX.
En los diversos movimientos artísticos que se producen a lo largo del siglo XIX -el Romanticismo, el Realismo, el Impresionismo, el Postimpresionismo, el Simbolismo- se encuentran representaciones de focos de luz artificial que alteran la percepción del mundo y de las gentes. Desde una concepción todavía sensorial y emotiva de la pintura, los modos de iluminación aparecen cargados de contenidos.
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Con las vanguardias históricas, es decir, con las revolucionarias interpretaciones que la creación artítica sufrió en el primer tercio del siglo XX, se cierra un ciclo, al tiempo que se sientan las bases de lo que constituye la práctica pictórica desde entonces. El fenómeno luminoso ya no es una mera experiencia empírica susceptible de transformarse en una imagen inmutable, sino que queda incardinado en la compleja realidad de la vida, multiforme, fragmentaria, contradictoria.
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En castellano se dice que una persona tiene luces cuando utiliza la razón. La relación que se establece entre la razón y la luz constituye algo más que una metáfora: no sólo se trata de una realidad histórica y terminológica, sino que plásticamente la luz -un foco de luz que es controlado por el ser humano- contribuye a aclarar, a comprender, la realidad del mundo.
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Uno de los pintores que nos ha dejado imágenes más sugerentes es el británico Joseph Wright of Derby. Una de sus obras más conocidas es Experimento con la bomba (1768, Londres, Tate Gallery). Gracias a la luz artificial, el pintor es capaz de producir tensión dramática, al tiempo que genera un espacio poético y misterioso, donde se pone de relieve la oposición entre la supuestamente fría experimentación científica -un pájaro muere para demostrar la ausencia de oxígeno- y la emoción que suscita, según las edades y sexos, en los distintos seres humanos que contemplan la escena.
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La pintura alemana del Romanticismo cuenta con diversos ejemplos de escenas íntimas donde la luz artificial, lejos de constituir una realidad física objetiva, como cualquier otro elemento igurativo del cuadro, se emplea para sugerir una atmósfera que está más allá de lo sensible.
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En lo que se refiere a la luz artificial, en concreto, el artista más interesante es problamente Georg Friedrich Kersting, amigo íntimo del famoso paisajista Caspar David Friedrich.
En Muchacha cosiendo junto a una lámpara (1828, Munich, Neue Pinakothek) descubrimos una delicadeza misteriosa, donde se diría que se percibe el silencio y el vacío. La luz contribuye, indudablemente, a dotar de aspecto mágico al inmenso ámbito que queda iluminado, donde la figura solitaria parece acompañada por ella, como si se nos hubiera revelado un misterio divino.
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Los progresos que se llevaron a cabo en la iluminación atificial a lo largo del siglo XIX no cambiaron radicalmente la visión nocturna de la ciudad hasta los años finales de la centuria. Pero ya antes, al menos desde el Romanticismo, se aprecia en algunos artistas un interés específico por esta variante del paisaje. Hay que tener en cuenta que, a partir de la mitad de siglo sobre todo, la ciudad es un escenario fundamental de la vida cotidiana y lo cotidiano era ya, y cada vez más desde entonces, objetivo primordial de la pintura.
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En el marco de las corrientes realistas, las luces empiezan a ser percibidas como un elemento más de la realidad visual que no altera ni interfiera ninguna emotividad.
Es el caso de la obra titulada Piazza San Marco (1869, Roma, Galleria d'Arte Moderna) dle napolitano Michele Cammarano, amigo de los españoles Fortuny, Tusquets y Benlliure: artista caracterizado por una pincelada escueta y constructiva, aborda este tema como un estudio de luces, donde domina el color negro sobre el que destacan toques de color muy sintéticos y vivaces, que han recordado a Manet.
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La imagen de brillantez, deslumbramiento y opulencia que se pretende dar a las grandes fiestas burguesas va acompañada, tanto en literatura como en pintura, de constantes referencias a una potente iluminación. Enormes arañas, con sofisticados colgantes de cristal de roca multiplican los efectos luminosos, o modernos globos blancos estratégicamente situados inundan de una luz particular los espacios hasta envolverlos de fantasía y bienestar.
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Los pintores de la Inglaterra victoriana se interesaron, quiza más que los de ningún otro país, por los temas de género en toda su diversidad. La vida social, con gran tradición desde los tiempos de Hogarth, constituyó un campo temático en el que encontraron no sólo gran fervor del público, sino incluso una seña de identidad británica cuando eran vistos desde el extranjero.
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Particular atención les merecieron aquellas perturbaciones de esa vida sobre la rutina doméstica, como la prostitución o el adulterio. Es el caso de En el borde (1865, Cambridge, Fizwilliam Museum), de Alfred Elmore, que se expuso en la Royal Academy de Londres en 1865.
Es bien sabida la alta incidencia de la prostitución en el Londres de la segunda mitad del siglo XIX, pero los pintores no solían abordar el argumento en su dimensión social o política más cruda, sino en tanto que episodio anecdótico emotivamente reprobable.
El título, que proporciona la correcta pista argumental para comprender el mensaje, precisa también su alcance moralizante. La luz rojiza de los globos que iluminan la sala de juego de Homburg, desde la cual el varón corteja a la muchacha, cumple una función ambiental y simbólica: al fondo se desarrolla el ocio de las clases pudientes, de donde escapa el varón ardiente para acercarse a la joven que, iluminada con otra luz, problamente lunar, se encuentra al borde del pecado.
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Toda al pintura europea en la órbita del Realismo fue muy permeable a asociar la tenue luz de las casas con el ambiente cálido y protector de la familia que se reúne en torno a ella. Un ejemplo muy sugerente se encuentra en el cuadro de Orlando Borrani que lleva por título La luctuosa noticia (El boletín del 9 de enero de 1878) (1880, Florencia, Galleria d'Arte Moderna del Palazzo Pitti): una jovencita, en segundo término, lee el periódico, que tiene abierto entre sus manos, a otras dos mujeres, una de mediana edad y otra anciana, que están junto a ella en torno a una mesa sobre la que pende una lampara de petróleo con la tulipa decorada con fragmentos de tela. Ello produce una iluminación concentrada sobre los rostros apesadumbrados, descritos con una minuciosidad realista, y sobre la mesa donde está la lectura y la labor de costura que acaban de dejar, elementos que emergen de la oscuridad con gran intensidad.
La luz arropa la intimidad, en ese deseo curiosos por conocer más detalles sobre lo que acaba de ocurrir: la muerte del primer rey de Italia, Víctor Manuel II. Iluminación casera, prensa y repercusión cotidiana d euna noticia política, que constituyen dimensiones específicas de la modernidad, aparecen reunidas en el cuadro, en apariencia intrascendente. Pero también nos encontramos ante una interpretación renovada del viejo tema de las tres edades. Es, por tanto, una alegoría de la vida en clave cotidiana.
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En los impresionistas descubrimos un particular interés hacia el fenómeno de la luz artificial, cada vez más presente en las diversiones públicas nocturnas, o a dejar constancia de los procedimientos modernos de iluminación. En ese sentido, bailes y cafés les resultaron temas muy adecuados para estudiar sus problemas de representación.
Una de las pinturas más ambiciosas de Pierre-August Renoir, que lleva por título El baile en el Moulin de la Galette (1876, París, Musée d'Orsay) constituye uno de los más consumados ejercicios pictóricos sobre la cuestión de la iluminación en términos puramente visuales. El cuadro se ambienta en el exterior del popular restaurante de Montmartre, donde es posible ver los grandes globos luminosos al fondo.
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Otro autor que realiza varias obras sobre este mismo tema es Vincent van Gogh, uno de ellos es Terraza del café o Exterior de café (1888, Otterlo, Rijksmuseum Kröller-Müller), evoca un local que frecuentaba, situado en la place du Forum, en Arlés. Según su propio testimonio, esa vista nocturna está inspirada en la descripción que Guy de Maupassant hace de las noches estrelladas de París en la novela Bel Ami, con las luces brillantes d elos cafés que compiten con las del firmamento. El artista confiesa que le divierte pintar ese tipo de escenas del natural porque "es la única manera de acabar con las escenas convencionales de nocturnos con sus pobres y cetrinas luces blanquecinas".
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Impresionistas y postimpresionistas habían sido los primeros en ser conscientes de las consecuencias que la luz eléctrica tenía sobre la visión de las cosas, que constituía entonces el principal objetivo pictórico.
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Los artistas de vanguardia fueron muy sensibles a una reflexión intelectual y estética sobre los profundos cambios que los inventos técnicos y científicos provocaban en el mundo.
El fauvismo, en tanto que primer movimiento de vanguardia, estableció una nueva concepción de la luz en la pintura, basada en la negación de las sombras. Se hace proceder la luz de los propios colores, que poseen una nueva e intensa luminosidad.
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Albert Marquet fue condiscípulo de Matisse, padre del fauvismo. En su obra suelen aparecer paisajes límpidos, sin impurezas, como si la luz eliminara toda opacidad. Elige temas donde existen, de suyo, colores variados y contrastados, o bien que se presten con naturalidad a una interpretación ajustada a una gran intensidad luminosa.
Estas particularidades se reconocen en su obra El Pont Neuf de noche (París, Centre Pompidou-MNAM-CCI) que ofrece una panorámica del centro urbano de París, donde se produce una auténtica eclosión luminosa. Los focos centellean con intensidad hasta constituir por sí mismos manchas integradas de luz y color, que vibran sobre la superficie del cuadro.
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Edvard Munch es un caso elocuente del choque de sensibilidades representadas por el modernismo simbolita y los artistas de la vanguardia expresionista, prefigura un talante angustioso de la pintura que resulta marcadamente distinto, donde la luz se percibe como un latido que pugna por escapar de los estrechos límites de los seres.
A través de distintas obras se enfrenta con uno de los temas más sobrecogedores del fin de siglo: la espantosa obligación de la existencia, dicho en otras palabras, la angustia de vivir.
Este es el argumento que subyace en La avenida Karl Johan al atardecer (1893-94, Bergen, Colección Rasmur Meyer). Por la calle, en una perspectiva tan forzada que llega a parecer un tunel que enlaza con la nada, camina una multitud que viene hacia nosotros como impulsada por una fuerza nacida del más allá. Prosiguen en manada, incomunicados entre sí y sin conciencia alguna del destino al que se dirigen. Sus rostros resultan vacíos, casi parecen muertos.
La presencia de la luz constituye un elemento formal y simbólico de gran importancia. Por una parte hay una luz interior, que es la que ilumina a los personajes como si fueran espectros, sonámbulos que vagan sin destino conocido. Por otra parte, se distingue el tenue resplandor de las ventanas de las casa que empiezan a iluminarse con la caída del día.
Frente a las gentes casi muertas, los edificios parecen extrañamente vivos, como si albergasen una espiritualidad capaz de sacarlos de sí mismos.
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Los pintores americanos trataron siempre de hacer una lectura personal de los hallazgos europeos con cierto tono de subversión.
Su interés temático se dirigía hacia los arrabales urbanos, la vida degradada y los tipos marginales.
En algunas pinturas de John Sloan, como la titulada Paso elevado de la sexta avenida con la calle tercera (1928, Nueva York, Whitney Museum of American Art) parecen reconocerse contaminaciones visuales procedentes de los medios de comunicación de masas. Los reflejos luminosos que salen del interior del tren, la iluminación de las farolas o la de los escaparates tienen reminiscencias cinematográficas.
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René Magritte concibe la pintura como una representación teatral de un pensamiento nacido de una inspiración brillante. Las apariencias visibles resultan sólo un juego con el que es posible provocar una sorpresa. Sus imágenes resultan muy poéticas porque generan relaciones inesperadas y sugerentes entre las cosas, lo que invita a desarrollar la imaginación de quien las contempla. Pero al mismo tiempo, producen una inquietante turbación porque no hay posibilidad de que sean explicadas en términos lógicos.
Del cuadro El imperio de las luces (1954, Bruselas, Musée Royaux des Beaux Arts), donde la luz cobra un protagonismo esencial, existen varias versiones. Como es habitual, Magritte elige motivos extraídos de la realidad que, en sí mismos considerados, están descritos con rigurosa verdad. es la relación que se establece entre ellos la que genera una desorientación por su falta de sentido: el cielo diurno no se corresponde con las sombras y la iluminación nocturna.
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Hasta aquí un aperitivo de lo que nos muestra esta más que interesante obra de Carlos Reyero.
Los textos están extraídos del libro y dan una idea del lenguaje explicativo y comprensible del mismo.
Desde aquí felicito al autor y recomiendo su libro.
Muy, muy recomendable.

2 comentarios:

María Gaetana dijo...

Como no hay mal que por bien no venga.., a raíz de una anterior anotación (posterior en el tiempo, sin embargo), he aterrizado en ésta, que me perdí en su día... Pero el viaje ha merecido la pena.

Muy, muy interesante me ha resultado el "aperitivo" que nos has preparado y muy sugerentes las imágenes elegidas... No aparece, pero podría estar el Noctámbulos, del que hablamos en cierta ocasión, ¿no?

Diré por último que no conocía el Magritte que aparece. Y el caso es que me ha gustado. Quizá por ser menos surrealista que la mayoría de sus obras.

Reitero lo dicho: muy, muy interesante.

Un saludo.

caraguevo dijo...

María Gaetana: Muchas gracias. Un cuadro de Hopper, uno diferente al que mencionas lo iba a poner con un artículo que le dedicó el escritor y poeta Carlos Marzal pero pasó el tiempo y no lo blogueé.

Un saludo