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La luz artificial en la Pintura Moderna
De la Ilustración a las Vanguardias
Carlos Reyero
Carlos Reyero
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Fotografía de portada: Giacomo Balla, Luz de la calle
Edita Ediciones Nobel
187 páginas, con abundantes fotografías y créditos fotográficos al final
1ª edición, 2002
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Antes de que me vaya por los cerros de Úbeda tengo que decir que este libro es muy interesante para aquellas personas que les guste profundizar en temas de arte y para los que no también pues hay una gran variedad de imágenes de cuadros, algunos muy conocidos, otros no. .
No me acuerdo cuándo lo compré, pero cuando lo cogí para leerlo, ya le iba tocando su turno, tenía cierta prevención por si me aparecían gráficos de frecuencias visbles e invisibles de la luz, y lo mismo con los colores.
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Nada de eso, sólo pintura. ¡Sólo pintura!
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Carlos Reyero empieza el libro como deber ser, con la creación de la luz, que nos viene contada en el Génesis.
La primera intervención creadora de Dios consistió en la creación de la luz. En los orígenes del mundo , cuando "la tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo dijo Dios: "Haya luz"; y hubo luz. Y vio Dios ser buena la luz y la separó de las tinieblas; y a la luz llamó día, y a las tinieblas noche".
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Por lo tanto, la luz está presente desde el principio de todos los relatos sobre el origen del universo. No debe resultar extraño, pues, que sean tantos los significados asociados al carácter primigenio y clarificador de la palabra luz en el lenguaje cotidiano: luz de la razón, arrojar luz, a todas luces, dar a luz, sacar a la luz, ser la luz, ver la luz... Son casi infinitas, como consecuencia, las capacidades metafóricas del término en la literatura y el arte, más allá de su misma existencia como fenómeno físico, por lo que su evocación o representación encierra múltiples sugerencias expresivas.
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Desde las culturas más antiguas, el control de la luz ha supuesto un tesoro preciado. Más allá de la interpretación mítica, desde la Prehistoria al siglo XIX, el fuego -es decir, la luz que produce la combustión de un producto gracias al oxígeno- ha constituido el medio habitual de iluminación.
Luego fueron dándose paso relativamente pequeños ante lo que significó la aplicación de la electricidad a la iluminación a finales de siglo XIX.
En los diversos movimientos artísticos que se producen a lo largo del siglo XIX -el Romanticismo, el Realismo, el Impresionismo, el Postimpresionismo, el Simbolismo- se encuentran representaciones de focos de luz artificial que alteran la percepción del mundo y de las gentes. Desde una concepción todavía sensorial y emotiva de la pintura, los modos de iluminación aparecen cargados de contenidos.
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Con las vanguardias históricas, es decir, con las revolucionarias interpretaciones que la creación artítica sufrió en el primer tercio del siglo XX, se cierra un ciclo, al tiempo que se sientan las bases de lo que constituye la práctica pictórica desde entonces. El fenómeno luminoso ya no es una mera experiencia empírica susceptible de transformarse en una imagen inmutable, sino que queda incardinado en la compleja realidad de la vida, multiforme, fragmentaria, contradictoria.
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En castellano se dice que una persona tiene luces cuando utiliza la razón. La relación que se establece entre la razón y la luz constituye algo más que una metáfora: no sólo se trata de una realidad histórica y terminológica, sino que plásticamente la luz -un foco de luz que es controlado por el ser humano- contribuye a aclarar, a comprender, la realidad del mundo.
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La pintura alemana del Romanticismo cuenta con diversos ejemplos de escenas íntimas donde la luz artificial, lejos de constituir una realidad física objetiva, como cualquier otro elemento igurativo del cuadro, se emplea para sugerir una atmósfera que está más allá de lo sensible..
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En Muchacha cosiendo junto a una lámpara (1828, Munich, Neue Pinakothek) descubrimos una delicadeza misteriosa, donde se diría que se percibe el silencio y el vacío. La luz contribuye, indudablemente, a dotar de aspecto mágico al inmenso ámbito que queda iluminado, donde la figura solitaria parece acompañada por ella, como si se nos hubiera revelado un misterio divino.
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Los progresos que se llevaron a cabo en la iluminación atificial a lo largo del siglo XIX no cambiaron radicalmente la visión nocturna de la ciudad hasta los años finales de la centuria. Pero ya antes, al menos desde el Romanticismo, se aprecia en algunos artistas un interés específico por esta variante del paisaje. Hay que tener en cuenta que, a partir de la mitad de siglo sobre todo, la ciudad es un escenario fundamental de la vida cotidiana y lo cotidiano era ya, y cada vez más desde entonces, objetivo primordial de la pintura.
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Es el caso de la obra titulada Piazza San Marco (1869, Roma, Galleria d'Arte Moderna) dle napolitano Michele Cammarano, amigo de los españoles Fortuny, Tusquets y Benlliure: artista caracterizado por una pincelada escueta y constructiva, aborda este tema como un estudio de luces, donde domina el color negro sobre el que destacan toques de color muy sintéticos y vivaces, que han recordado a Manet.
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La imagen de brillantez, deslumbramiento y opulencia que se pretende dar a las grandes fiestas burguesas va acompañada, tanto en literatura como en pintura, de constantes referencias a una potente iluminación. Enormes arañas, con sofisticados colgantes de cristal de roca multiplican los efectos luminosos, o modernos globos blancos estratégicamente situados inundan de una luz particular los espacios hasta envolverlos de fantasía y bienestar.
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Los pintores de la Inglaterra victoriana se interesaron, quiza más que los de ningún otro país, por los temas de género en toda su diversidad. La vida social, con gran tradición desde los tiempos de Hogarth, constituyó un campo temático en el que encontraron no sólo gran fervor del público, sino incluso una seña de identidad británica cuando eran vistos desde el extranjero.
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Es bien sabida la alta incidencia de la prostitución en el Londres de la segunda mitad del siglo XIX, pero los pintores no solían abordar el argumento en su dimensión social o política más cruda, sino en tanto que episodio anecdótico emotivamente reprobable.
El título, que proporciona la correcta pista argumental para comprender el mensaje, precisa también su alcance moralizante. La luz rojiza de los globos que iluminan la sala de juego de Homburg, desde la cual el varón corteja a la muchacha, cumple una función ambiental y simbólica: al fondo se desarrolla el ocio de las clases pudientes, de donde escapa el varón ardiente para acercarse a la joven que, iluminada con otra luz, problamente lunar, se encuentra al borde del pecado.
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La luz arropa la intimidad, en ese deseo curiosos por conocer más detalles sobre lo que acaba de ocurrir: la muerte del primer rey de Italia, Víctor Manuel II. Iluminación casera, prensa y repercusión cotidiana d euna noticia política, que constituyen dimensiones específicas de la modernidad, aparecen reunidas en el cuadro, en apariencia intrascendente. Pero también nos encontramos ante una interpretación renovada del viejo tema de las tres edades. Es, por tanto, una alegoría de la vida en clave cotidiana.
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Una de las pinturas más ambiciosas de Pierre-August Renoir, que lleva por título El baile en el Moulin de la Galette (1876, París, Musée d'Orsay) constituye uno de los más consumados ejercicios pictóricos sobre la cuestión de la iluminación en términos puramente visuales. El cuadro se ambienta en el exterior del popular restaurante de Montmartre, donde es posible ver los grandes globos luminosos al fondo.
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Impresionistas y postimpresionistas habían sido los primeros en ser conscientes de las consecuencias que la luz eléctrica tenía sobre la visión de las cosas, que constituía entonces el principal objetivo pictórico.
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Los artistas de vanguardia fueron muy sensibles a una reflexión intelectual y estética sobre los profundos cambios que los inventos técnicos y científicos provocaban en el mundo.
El fauvismo, en tanto que primer movimiento de vanguardia, estableció una nueva concepción de la luz en la pintura, basada en la negación de las sombras. Se hace proceder la luz de los propios colores, que poseen una nueva e intensa luminosidad.
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Estas particularidades se reconocen en su obra El Pont Neuf de noche (París, Centre Pompidou-MNAM-CCI) que ofrece una panorámica del centro urbano de París, donde se produce una auténtica eclosión luminosa. Los focos centellean con intensidad hasta constituir por sí mismos manchas integradas de luz y color, que vibran sobre la superficie del cuadro.
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A través de distintas obras se enfrenta con uno de los temas más sobrecogedores del fin de siglo: la espantosa obligación de la existencia, dicho en otras palabras, la angustia de vivir.
Este es el argumento que subyace en La avenida Karl Johan al atardecer (1893-94, Bergen, Colección Rasmur Meyer). Por la calle, en una perspectiva tan forzada que llega a parecer un tunel que enlaza con la nada, camina una multitud que viene hacia nosotros como impulsada por una fuerza nacida del más allá. Prosiguen en manada, incomunicados entre sí y sin conciencia alguna del destino al que se dirigen. Sus rostros resultan vacíos, casi parecen muertos.
La presencia de la luz constituye un elemento formal y simbólico de gran importancia. Por una parte hay una luz interior, que es la que ilumina a los personajes como si fueran espectros, sonámbulos que vagan sin destino conocido. Por otra parte, se distingue el tenue resplandor de las ventanas de las casa que empiezan a iluminarse con la caída del día.
Frente a las gentes casi muertas, los edificios parecen extrañamente vivos, como si albergasen una espiritualidad capaz de sacarlos de sí mismos.
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Su interés temático se dirigía hacia los arrabales urbanos, la vida degradada y los tipos marginales.
En algunas pinturas de John Sloan, como la titulada Paso elevado de la sexta avenida con la calle tercera (1928, Nueva York, Whitney Museum of American Art) parecen reconocerse contaminaciones visuales procedentes de los medios de comunicación de masas. Los reflejos luminosos que salen del interior del tren, la iluminación de las farolas o la de los escaparates tienen reminiscencias cinematográficas.
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Del cuadro El imperio de las luces (1954, Bruselas, Musée Royaux des Beaux Arts), donde la luz cobra un protagonismo esencial, existen varias versiones. Como es habitual, Magritte elige motivos extraídos de la realidad que, en sí mismos considerados, están descritos con rigurosa verdad. es la relación que se establece entre ellos la que genera una desorientación por su falta de sentido: el cielo diurno no se corresponde con las sombras y la iluminación nocturna.
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Hasta aquí un aperitivo de lo que nos muestra esta más que interesante obra de Carlos Reyero.
Los textos están extraídos del libro y dan una idea del lenguaje explicativo y comprensible del mismo.
Desde aquí felicito al autor y recomiendo su libro.
Muy, muy recomendable.
2 comentarios:
Como no hay mal que por bien no venga.., a raíz de una anterior anotación (posterior en el tiempo, sin embargo), he aterrizado en ésta, que me perdí en su día... Pero el viaje ha merecido la pena.
Muy, muy interesante me ha resultado el "aperitivo" que nos has preparado y muy sugerentes las imágenes elegidas... No aparece, pero podría estar el Noctámbulos, del que hablamos en cierta ocasión, ¿no?
Diré por último que no conocía el Magritte que aparece. Y el caso es que me ha gustado. Quizá por ser menos surrealista que la mayoría de sus obras.
Reitero lo dicho: muy, muy interesante.
Un saludo.
María Gaetana: Muchas gracias. Un cuadro de Hopper, uno diferente al que mencionas lo iba a poner con un artículo que le dedicó el escritor y poeta Carlos Marzal pero pasó el tiempo y no lo blogueé.
Un saludo
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